Por Carmen Morán Breña
Suele mencionar el presidente López Obrador la nacionalización petrolera del general Lázaro Cárdenas, o la eléctrica de Miguel Alemán, como ejemplos a seguir, y esa política de atraer hacia el Estado recursos básicos para la población ha sido una constante en su mandato, que ya empezó, cuando aún no había llegado al poder, con su férrea oposición al avance en la privatización energética que emprendió Peña Nieto con todo lujo de desmanes que hoy se ven en tribunales. Su última iniciativa en ese sentido, la compra a Iberdrola de 13 plantas de generación eléctrica, ha dejado ese monopolio en poder de una empresa pública. El litio le ha dado otra oportunidad para poner en manos del Estado uno de los minerales más preciados en la actualidad.
Se le reprocha al presidente que sus nacionalizaciones no son tales, dado que las empresas privadas aún participan en la producción y comercialización de estas energías y que el Estado no tiene la propiedad, solo la capacidad de operar. Así es, pero ¿hay otra forma de nacionalizar en estos tiempos? No, si uno no quiere acabar a las malas con la globalización, es decir, si en el afán de nacionalizar se ponen en peligro las relaciones comerciales y de otra índole con el resto de los países. Y López Obrador ha sabido cuidar eso. Por más que tratan de comparar su gobierno con sistemas bolivarianos, el presidente mexicano cuida sus amistades, por ejemplo con Estados Unidos, lo mismo sea Biden o Trump el inquilino de la Casa Blanca. A la operación con Iberdrola él mismo la ha llamado «nueva nacionalización», quién sabe si con ello se refería a otra más o a una forma nueva de nacionalizar.
Los equilibrios en un mundo como el actual son delicados. No hay un solo gobierno, a menos que se trate de una dictadura o régimen similar, que pueda hacer o deshacer a su antojo con la economía doméstica. Son muchos los yugos que se ciernen sobre los gobernantes mejor intencionados, incluidos los que dejan sobre sus hombros las propias transnacionales, con el enorme poder tienen. Vean si no el caso de Iberdrola en España, que secó dos embalses para producir energía más barata en un momento en que se pagaba en máximos históricos. El Gobierno español lo tachó de “escandaloso”, pero ¿qué más hizo? Poco o nada.
Los intentos de López Obrador de garantizar para el Estado la generación energética o del litio en un entramado económico global como es el actual, devienen así en una práctica que muchos alabarían. Lo más cercano a una nacionalización, tal como está el panorama. Algunos dicen que se trata solo un «éxito político». Bueno.
Pero hay un problema que emerge en todo este asunto, en el que se tendrán que emplear quienes pretendan seguir con estas políticas de estatalizar, ya sean energías o bancos: la corrupción. De qué servirá nacionalizar el petróleo si la empresa que se encargue se hunde hasta las patas en la corrupción. Así ocurrió con Pemex, la petrolera estatal, que no levanta cabeza después de años de saqueos públicos. Si es el Estado quien produce o gestiona en lugar de que lo hagan las empresas privadas no es más que un debate sobre eficiencia y justicia. Pero si la corrupción campa en estas organizaciones, sea quien sea el dueño, no habrá margen para defender ninguna de las dos opciones.