Por Carmen Morán Breña
En México hay pueblos donde más vale no perderse, porque uno puede acabar linchado por una turba de lugareños sin piedad. En una especie de aquelarre nocturno, rodean al forastero en macabra procesión, lo golpean, lo machetean y lo llevan como un mártir, rociado de gasolina, hasta la hoguera. Sin preguntar ni qué hora es. Esta semana que pasó, un hombre de otro lugar entró a un cultivo en San Miguel Tianguistenco (Puebla) y cortó dos plantas de brócoli porque tenía hambre. Fue su sentencia de muerte. Alcanzaron a trasladarlo al hospital cuando ya nada se podía hacer para salvarle la vida. El fiscal calificó lo ocurrido como un hecho «salvaje».
En algunas de estas comunidades rurales se conducen siguiendo usos y costumbres antiguos que se reconocen en la Constitución para salvaguardar la idiosincrasia de los pueblos originarios. En virtud de ese artículo 2, pueden decidir sus formas internas de convivencia y organización social, económica, política y cultural. Y aplicar sus propios sistemas normativos en la regulación y solución de sus conflictos internos. Obviamente, la Constitución no permite linchar a alguien hasta la muerte, ni encerrar a una adolescente en el calabozo porque no quiere casarse o no obedeció a su marido, ni apartar a las mujeres de los procesos electorales. Pero todo eso ocurre y no pasa nada. Ene, a, de, a.
Usos y costumbres hay en todas partes. En México se da la terrible costumbre de no impartir justicia. Y así se van amontonando en la memoria de la gente sucesos, como el macabro linchamiento mortal de Daniel Picazo, un joven asesor del Congreso que se perdió con su automóvil en uno de esos pueblos. Y decenas de otros abusos comunitarios contra mexicanos y mexicanas. Se cuenta lo que pasó cuando la sangre llega al río, pero ni las fuerzas policiales ni la justicia parecen culminar su tarea, ni en esos ni en miles de casos más. Ni siquiera en los que son muy mediáticos por unos días. Nada.
Al pobre que se le ocurrió arrancar un brócoli para calmar el hambre no será fácil que se le haga justicia. Quién va a reclamar por un menesteroso cuando el común de la nación apenas se inmuta por lo sucedido. Hay de fondo, es inútil taparlo, una especie de añeja vergüenza por el abandono en que gobierno tras gobierno han mantenido a esas comunidades originarias, de las que apenas se ensalzan sus ritos festivos, sus arraigadas costumbres culturales y algunos valores humanos que en la ciudad se han perdido. Pero ¿quién se preocupó por llevarles un buen sistema educativo, una sanidad suficiente, obra pública aceptable, justicia? Nada, nadie. De ahí nace la dificultad para condenarles cuando riegan de atrocidades sus bellos pueblos. Pocos se atreven a levantar la voz en el Congreso, sería culpabilizar a las víctimas, maltratar al maltratado. Y prefieren mirar para otro lado. Nadie pregunta al presidente en su conferencia de prensa diaria qué pasó con el pobre del brócoli. Como si los linchamientos fueran algo inevitable de otro mundo en el que nadie tiene voz ni voto más que los que allí viven. Otro México al que no se quiere mirar.
Algunos antropólogos sostienen que en esas comunidades hacen lo que les enseñaron a hacer, es decir, los castellanos que invadieron estas tierras en el siglo XVI y sus descendientes, es decir, torturar y matar. Siendo ese análisis válido en el terreno académico, no parece aceptable que en el siglo XXI nadie les haya enseñado a desaprender esas barbaries que no solo se consintieron en México, sino en medio mundo durante eras ciegas, pero que se han ido erradicando para separar con tino la paja del grano: una cosa son los valores humanos, la solidaridad entre iguales, la rica gastronomía, las artesanías y los rituales festivos y otra cortar las manos al que roba un tomate en un huerto, un asunto que no merece ni multa, si acaso una reprimenda por parte del agricultor, si tiene malas pulgas, o que le invite a comer si es de buen corazón.
Dos responsabilidades tiene el Estado. La primera, impedir que sus compatriotas pasen hambre, porque el desventurado del brócoli no es más que un caso entre millones. Y dos, apresar y aplicar justicia sin complejos antiguos a quienes han manchado sus manos de sangre en un ejercicio tan alejado de los valores humanos que repugnaría hasta a una lechuga.