Por Carmen Morán Breña
Decir sindicato en México es abusar de la palabra. La frase es de la doctora Graciela Bensusán, una de las voces más autorizadas sobre el asunto en este país. Siendo el sindicalismo un pilar democrático -por cuanto permite la asociación de trabajadores en defensa de sus derechos y actúa de imprescindible contrapoder para los abusos de quien lo ostenta, ya sea en el campo político o empresarial- no contar con una buena representación laboral es un enorme agujero para un país emergente. Pero los sindicatos mexicanos están llenos de caciques eternos que no sueltan la silla, porque desde ella algunos se han hecho más que ricos, millonarios, o gozan de un poder político que no quieren abandonar así tengan 80 años, en lo que podría llamarse el síndrome Joe Biden, aunque no lo inventó él, ni mucho menos, es solo por recurrir al último ejemplo.
Este Primero de Mayo, poderosos líderes sindicales se reunieron en conferencia pública con el presidente del Gobierno, Andrés Manuel López Obrador, y varios comieron en su mesa para celebrar el día. Eligieron mal la fecha. Una democracia plena los habría esperado al frente de masivas manifestaciones de lucha obrera, llenando las avenidas con el eco de un solo reclamo, el de la clase trabajadora. Pero no, prefirieron ir a comer a palacio. Qué cosas. Sin embargo, nadie se rasga las vestiduras, porque es el plato de cada día. Décadas llevan los mexicanos, las mismas que tardó el PRI en consumar su podredumbre en el poder, desayunándose con noticias de estos caciques que se jactan de poner y quitar gobernadores, que amenazan a los candidatos a la presidencia con ausentar a los suyos de las urnas y dejarles desnudos, o cobrar caro el acarreo electoral, que viajan en aviones privados, que coleccionan obras de arte o que tiran un fajo de billetes desde el tendido al torero que más orejas corta. Esto último no es una metáfora taurina, es lo que hizo el secretario general del sindicato ferrocarrilero, Víctor Flores, en 2020, para pasmo de los medios de comunicación. Flores es un hombre controvertido, que se ha cruzado con la justicia en más de una ocasión y cuyo tren de vida, le acusan, es más parecido al de una estrella de rock que al de un sindicalista, desde luego. Lleva en el cargo desde que sustituyera a Praxedis Fraustro Esquivel, asesinado a balazos en el garaje de un hotel en 1993. No hay que perderse en más detalles.
Como Flores, diputado priista, son muchos, por no decir todos, los líderes sindicales que compaginan la supuesta defensa de los trabajadores con una silla en el Congreso o el Senado de la nación. Sindicatos y partidos muchas veces van de la mano, pero el mínimo decoro exigiría elegir una de las dos trincheras: ser a la vez poder legislativo y representante de los trabajadores es circunstancia tan contra natura en una democracia saneada que no admite discusión. Pero en México, los expertos señalan que la mayoría de estas direcciones sindicales están más cerca del empresario que del trabajador, incluso algunos crean la empresa y el sindicato, ¡échale chile! Sin complejos. Se les llama por eso “contratos de protección”, los sindicalistas protegen al patrón y el patrón los protege a ellos.
¿Y quién protege a los trabajadores? Por ahora el gobierno y el poder legislativo. En este sexenio se ha subido el salario mínimo, se ha elevado el número de días de vacaciones, se han repartido ganancias de las empresas, se ha dictado una reforma de la ley laboral para democratizar las elecciones sindicales. La pregunta cae a plomo: si esto lo hacen los legisladores, ¿qué necesidad hay de sindicatos? Mucha, dicen los que conocen los asuntos laborales. Los derechos de los trabajadores siempre estarán más a resguardo con ellos que sin ellos, aseguran. Pero urge una limpieza interna que se hace esperar. La reforma laboral ya puso las bases para la democracia sindical en 2019, con resultados pobres hasta ahora. Son muchos los intereses creados, la inercia del tiempo, las dictaduras sindicales corruptas, el miedo de los trabajadores, también su ignorancia de los derechos que les asisten. Dar la vuelta a todo eso es una cuestión que deben pelear los propios trabajadores, como les recomendó el presidente López Obrador antes de irse a comer con los líderes charros. Los gestos políticos también ayudan y un almuerzo con esos señores el Primero de Mayo no es la mejor señal.