Los militares toman los aeropuertos

Por Carmen Morán Breña 

El lenguaje es una herramienta filosa, lo saben bien los periodistas, que trabajan con él. Precisamente por el intenso uso de las palabras cada día, las restricciones formales en los titulares y los vicios adquiridos, muchas veces se va colando una jerga que no siempre es correcta. Vean este ejemplo: si un gobierno designa un gabinete conformado por numerosos profesores universitarios, un titular de periódico podría decir: Los académicos toman el Gobierno. O este otro: Ciudadanos sin experiencia médica toman la Secretaría de Salud, sin que estas personas hayan dado un golpe antidemocrático o violento para controlar las instituciones. Con la misma fórmula, esta semana que pasó, los medios de comunicación podrían haber dicho: Los militares toman los aeropuertos de México. Ay, pero este último da mucho más miedo, ¿verdad? A veces el lenguaje es certero y provoca en la ciudadanía exactamente el sentir que debe provocar.

A un ciudadano argentino, español o chileno, un titular así le causaría tal pavor que derramaría el café del desayuno encima del periódico y correría a la frontera más cercana, por vía terrestre, si puede ser, gracias. Sin faltar a la democracia, eso es, sin embargo, lo que ha ocurrido en México. Los militares han tomado el control de varios aeropuertos por mandato presidencial. Todo en orden, siempre que el asunto no se desordene. Pero cabe debatir sobre la pertinencia de esta medida o los riesgos que puede entrañar. Este sexenio ha experimentado una fuerte militarización en ámbitos civiles, como se ha definido por parte de la oposición política (y también de algunos correligionarios del partido oficialista). A los militares les han encargado la construcción de trenes, aeropuertos y bancos. En sus manos se ha dejado el control de aduanas y ahora de aeropuertos. Se ha intentado también que la Guardia Nacional, un cuerpo policial civil, permanezca bajo mando militar, aunque no se ha conseguido por un freno judicial. Todo ello ha propiciado una fuerte discusión pública.

México no ha vivido golpes de Estado militares que hayan llevado al país a feroces dictaduras como las que sembraron violencia, dolor y subdesarrollo en otros países de su entorno y allende los mares. O esa es la narrativa política que se da por correcta. Pero sí ha sufrido el dolor de las desapariciones, las matanzas a balazos y todo aquello que pueda encuadrarse bajo lo que se ha denominado guerra sucia, la que sembró el horror de los uniformados entre la ciudadanía desde la década de los sesenta y mucho más acá. Todo ello acompañado del silencio de los gobiernos, cuando no eran los instigadores, con el hermetismo propio del mundo castrense. Aún hoy, las investigaciones sobre lo ocurrido con los 43 de Ayotzinapa se atora en los archivos verde oliva.

Los militares no son dados a dar cuentas de sus actuaciones, por lógica democrática: ellos están sujetos a las órdenes del poder civil, que es quien tiene que ofrecer las explicaciones. Pero cuando es un general el que ocupa la secretaría de Defensa, o de la Marina, se sobreentendería que debe estar sujeto a los mismos requerimientos institucionales de sus homólogos en otros campos, como el secretario de Salud o el de Hacienda. No ocurre así en México, sin embargo, lo que ha avivado, también, fricciones políticas en este mandato.

La ciudadanía quiere a su Ejército, como lo demuestra cada año en las paradas militares, donde los de verde se dan baños de multitudes en las calles. El presidente ha situado a las tropas en una dialéctica política que los equipara con el pueblo llano. “Ellos son el pueblo uniformado”, ha dicho. Y no le falta razón a Andrés Manuel López Obrador. El Ejército mexicano está conformado por miles de muchachos que provienen de estratos sociales humildes. Pero una cosa los distingue del resto de la población, y no es pequeña cosa: ellos van armados y están obligados a derramar pólvora sin cuestionarse las órdenes. A veces incluso son de gatillo flojo sin que medien instrucciones previas, son tiempos difíciles para todos.

El idilio de la ciudadanía, que confía la responsabilidad y el buen hacer de sus tropas en los mandatos que emanan del Gobierno, del comandante en jefe, es decir, del presidente, puede romperse cualquier día. ¿Quién confiaría la solidez democrática en Putin? ¿Quién en Biden o en Trump? Sustituyan esos nombres por los ejemplos que quieran.

Como no hay democracia perfecta, los Gobiernos no son confiables al 100%, ni tampoco los militares. Por eso las sociedades con instituciones más consolidadas mantienen a sus Ejércitos en los cuarteles y al César en los palacios presidenciales. Si un día el orden se desordena, más valdría encontrarlos allí que controlando aduanas y aeropuertos, para no desperdiciar el café sobre el periódico.